Nuestra tradición para tratarla, en todas sus distintas manifestaciones, es necesario abordarla de la Ciudad al Puerto y del Puerto a las Haciendas del Valle; en estas últimas, quizá si su alma como algo propio del pueblo criollo, permanezca pura; no así en el puerto y la ciudad dado a la influencia de los que arriban muchas veces eligiendo como el paraje definitivo de sus aventuras por otros pueblos.
En el campo la capacidad modificatoria de costumbres y creencias es muy lenta, la influencia de la vía que lleva y trae elementos extraños a su medio, se efectúa en comparación a una gota de rocío que moja, todas las mañanas, las hojas verdes de las plantas y que al rayar la aurora, es evaporada; en consideración a estos aspectos distintivos, tendremos entonces que abordar la tradición pisqueña cuya fuente principal es el cuento que campea libremente y es fácil grabar descriminando de lo que agrega la persona que nos conoce que nada dejamos por escribir, sino que lo explotamos en una forma muy disimulada y caballeresca.
Así anotadas las características, estudiemos la tradición, y costumbres del pueblo pisqueño, pueblo cerca del mar divisando los contrafuertes que constituyen la quebrada, podemos describir algunos pasajes de tradición en la provincia.
BASURA DE BAUTISMO
I
Hacía muy poco tiempo que por expulsión de los jesuitas en el Perú, lo que hacienda de “Caucato” es hasta hoy, fue al poder de un ricacho español avecindado en ese entonces en la Villa de San Clemente de Mancera de Pisco, y a la sazón, expliquemos antes de contar lo que el título dice, esto que va en seguida.
En rebuscas historiales de la muy mentada Villa de Mancera, me hallé con las “Anuas” de los Jesuitas, en la que los reverendos padres, por laya de estudiosos y amén de minucias, han apuntado miente a miente más de una verdad digna de considerar. Y las Anuas referidas dicen, y ha de ser cierto, que ellas vienen relatando verdades desde los años 1567 y 1626.
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(46) Capítulo anterior a este hubiese sido “El Periodismo y Periodistas Pisqueños” pero los originales se extraviaron en la redacción de “La Reforma” quedando en pie la propiedad intelectual del autor en la integridad de sus derechos, si alguna vez alguien publicara.
A punto acápite, o si en la práctica mejor lenguaje entiende el lector, a punto redondo, dicen que al considerar muy estrecho el círculo de su acción en pro de la fe de Jesucristo; el Prior de la orden en el convento de Lima – padre provincial, Juan de Frías Hernández – creyó por conveniente y dio licencia a tres sacerdotes jesuitas para que salieran a probar sus principios santos y tan santos, que no hubo pecador sobre el paraíso terrenal que a cambio de ganarse la gloria del Cielo, diera sus bienes adquiridos en este valle de lágrimas; y torturas negras; pues, en ese tiempo, si comparamos con el nuestro, más valía no quemarse en el infierno que poseer bienes. Partieron en misión estos tres jesuitas al sur de los Reyes, llevando por toda arma libro de pergaminadas páginas y abultados y brillantes rosarios, debajo de sus negrísimas polleras de hábito; siguieron camino hasta la muy rica Villa Valverde de Ica, más como en ella no encontraron proposición alguna, dieron camino de regreso y ya en la Villa de Pisco puestos al habla y comunicando sus intensiones de fundar Colegio en este lugar, no dejaron de encontrar con vecinos cuerdos que prometieron apoyar tan sagradas intensiones.
En las mismas “Anuas” hay una carta redactada dirigida al Prior de los Reyes comunicando el padre jefe de la misión que los muy buenos y tantos vecinos encontrados en Pisco, habían ofrecido sin decir tanto apoyar la fundación; solo faltaba convencer a los del pueblo y demostrar a los san juandediosanos, que no se les haría mal alguno, pues ya establecido en la Villa de Pisco, desde 1634 pero seguro guardarían justos recelos al establecerse la orden de Jesuitas en este paraje, pero aún con todo, faltaba un orador que cumpliera y rematara lo que por rematar y consumar estaba.
Corría el año de 1620 cuando el Prior de Lima envió el ansiado orador pedido. Reunidos en el propio convento de San Juan de Dios, el veinte y cuatro de junio los vecinos notavbles y entre ellos los oferentes, pues, en este vez tuvieron que decir la manera, en cuanto y como apoyarían la fundación del Colegio en la Villa de San Clemente de Mancera de Pisco. Y fueron los comprometidos en donar, Don Pedro de Vera Montoya y doña Juana Luque y Alarcón, quienes ofrecieron, dos mil y quinientos pesos en cada año. En lo que respecta al pueblo en solemnidad de la fiesta de San Juan, el Orador, padre Miguel de Villanueva, si mal no va la memoria del autor, así se llenaba, se mostró en su peroratoria, como el más preclaro defensor del Colegio pisqueño. Hubo pues, contento general y después de terminar el sermón no faltó vecino que donó el terreno por extensión de una manzana, en la “Playa”, sector de población de españols principalmente entonces que la Villa de San Clemente allí se situaba; no faltó otro vecino que prometio, para cuando comenzase la fundación, contribuir con esclavos, por costos y daños propios, para que se ocuparan en la eidificación, lo pronto y ansiado como era el Colegio de Jesuitas en Pisco.
Pero sepan, como yo lo supe, que manuscritos existen de la primera escritura, fechada a mil seiscientos veinte, cuya copia, en la Biblioeca Nacional de Lima, esta reza a su comienzo:
"En el pueblo de Pisco, en veinte y ocho del mes de Octubre del año mil seiscientos veinte, los señores………… piden que la Compañía funden en este puerto un colegio el cual quiere su merced sean los fundadores, y para ello el día que se fundase se obligan a dar dos mil y quinientos pesos de ocho reales que hacen cincuenta mil el millar, los cincuenta mil pesos toman ascenso por los días de su vida, sobre las haciendas del valle de Caucato de que son dueños, con ochenta esclavos, ingenios de miel, botijería, molinos, viñas, recuas y ganado.
Esta sola escritura que digo comienza así como más arriba queda; los Jesuitas con redificaciones de los años mil seiscientos veinte y uno, veinte y tres, por fecha 11 de Octubre, se quedaron dueños y señores de esta extensa hacienda que la perdieron, ni más ni menos con fecha 8 de Setiembre de mil seiscientos setenta y seis, en tiempo del Virrey, don Manuel Amat y Juniet, que cumplió la orden real de expulsar a estos religiosos del territorio del Perú.
Poco tiempo después, el remate de la hacienda en subasta pública se llevó a cabo y la obtuvo don Fernando Penagos, español, como lo hemos dicho, avecindado en el puerto de Pisco; era este español de gran corazón por sus sentimientos, hombre de negocios lícitos, que con las creces obtenidas de su hacienda Caucato le bastó para hacer un viaje a España y solo regresar de veinte años de regocijos en la tierra natal.
II
Ha quedado aún en la memoria de los bisnietos que don Fernando no tuvo inconveniente hacer venir de España a Francisco; era este sobrino y ahijado que además de llevar el apellido de Penagos tenía el del Mazo. A él le encargó la administración de “Caucato” con el cargo de responder en el orden moral más, no en lo material, pues, buenas talegas de pesos iban en el cargamento de don Fernando para exigirle a su sobrino pago alguno de arriendo, pero si le encargó compostura, tino y ojo con la hacienda de la que no podía comprometer ni una cuarta de terreno.
No bien, el buque de vela en el cual iba don Fernando dirección al Estrecho de Magallanes, había desaparecido a la vuelta de Sangallán, cuando don Francisquito echó cabalgata y rienda suelta a sus ademanes de gran señor y dio en ir de visita a las casas de las damas de este villorio, tan mentado y santo que para considerarle la gloria, basta decir que de aquí salía el pisco de grata memoria y sabor confundido con el Jeréz de España.
Y aunque sus correrías eran muchas, de ellas no se sabía sino a la postre, porque la realizaba de noche, pues no hay que olvidar que el españolito había puesto en práctica el adagio que dice: “de noche los gatos son pardos”; cuando a las cinco de la tarde tocaba la campana de la hacienda ¡Silencio! La bestia aperada tenía el esclavo en la puerta del zaguán de la casa-hacienda. S i la caminata tiraba para larga, en mitad del camino esperaba el caballo de refresco; al fin todo dispuesto; don Francisquito partía del fundo caucateño y parecía que comenzando el camino murmuraba en verso esta oración:
Bendito Sea el Señor,
Que creó todos los seres;
Los ángeles para el cielo,
Las mujeres para el suelo
Y a mí para las mujeres.
III
Dicen los que conocieron a don Francisquito Penagos del Mazo; ser el alto de cuerpo gran liberalote, amante y galanteador como pocos por algo compartía el gusto de dedicar las noches a las mujeres de su deseo y donaire, regresar a la hacienda y tocar la campana de las cinco de la mañana para repartir el trabajo por efectuar en el ingenio de caña, a más de novecientos esclavos, número al que había ascendido de los ochenta entregados por los primitivos dueños de Caucato a los reverendos Padres de la Compañía. Pero a esos dones agregar nos falta en la biografía de don Francisquito, era entre los españoles de su tiempo, en Pisco, el más plantado, a concepto de los demás; el más rico y que mejor se gozaba, si se atiende a los que lo envidiaban, tanto en la forma como se divertía, cuanto por su proceder cuerdo, en nada mermaba los caudales ni sus fuerzas de hombrecito vividor y mujeriego.
Pero de peros que se volvieron manzanas, voy a dar por acabada esta historia con lo que reza el título de ella. Y es que tenía por costumbre el ricachito español y hasta se puede decir, gusto aparte, que el servir de padrino regaba el suelo de la sala donde se festejaba el bautismo, con pesos y monedas de esos tiempos que tanta plata se extraía de las minas de Huancavelica y que el ser hacendado significaba cargarla en las alforjas y bolsillos de los pellones, por talegos de costalillo doble y enfundados con cueros de gamuza, y que decían “badana para plata”. Todo es que cura en la Iglesia hacía rezar el Padre Nuestro a don Francisquito Penagos del Mazo, las talegas aflojaban sus amarres y en ese tiempo que el instrumento musical hacía su aparición en la Villa de Pisco se conocía a la vez estos satíricos versos:
El Pianito ambulante
Y golpe a la manisuela
Que una cosa es con guitarra
Y otra es con vihuela.
Pues, para don Francisquito no bien había empezado la fiesta cuando su mandato se tenía por cumplido cual era el regado de la sala con los pesos de la más pura plata, moneda cantante y sellada; pero cuidadito si alguien de los asistentes intencionaba agarrarse siquiera del listón de botín, hubiesen creído que era pretexto para recoger dinero. Por supuesto que los que conocían la costumbre de don Francisquito, no les llamaba la atención, bailaban y bailaban haciendo de toda otra cosa mención menos de la plata que pisaban.
Transcurría la fiesta, se marchaban unos antes, otros después y ala aparecer el alba, don Francisquito Penagos: el resto por no pasar de impertinentes también se iba, era entonces cuando el dueño de casa, donde se había celebrado el bautismo, cerraba su puerta de calle y se ponía a recoger lo que por ese tiempo llamaban en la Villa de San Clemente de Mancera de Pisco tan rica y populosa: “BASURA DE BAUTISMO”.
IV
Aquí debí acabar
Esta historia a mi entender
Pero falta que contar.
Lo hemos dicho que don Fernando Penagos se fue a España y regresó después de veinte años de ausencia.
Noticias llevadas por lo que traficaban entre el puerto de Pisco y Cádiz de España, le hicieron saber a don Fernando de la vida de don Francisco y su sobrino, el que a comentario general, estaba perdido, decaída la hacienda y en gran menos cabo el prestigio, motivos de unos expedientes que se ventilaban entre don Francisco y los vecinos del valle del Cóndor sobre limpias y repartición de aguas, gran escándalo por el crecido volumen de cargos que se había buscado don Francisco contra doña Francisca Villa, propietaria de la Hacienda Mejía y tal fue la influencia de hacendado en este litigio de aguas, que según consta en los autos depositados en el Archivo Nacional, que con este objeto, por el año de 1797, tuvo que venir a la Villa de Pisco, el Juez de Crimen de la Audiencia de los Reyes D. Domingo Aranis, a realizar el repartimiento de aguas de regadío, según ley. Así fue pues, que con todo esto se encontró don Fernando de su regreso de España y comprobó no haber mentido quienes le hicieron saber de lo sucedido; recorrió el fundo, constató el decaimiento y en forma muy disimulada apartó a don Francisquito de la Administración de Caucato, dejándole únicamente para sus días lo que se llamaba “Mojacama”. Más dicen que de verse reducido don Francisco se dio a la pena en manera que fue a buen lugar de descanso en este pueblo que no le había visto nacer, pero que le veía morir, dejándole su tradicional fama de divertirse en los tiempos tan floridos en que algún ocioso y filósofo poeta ya había sentenciado con estos versos.
Cuando Dios se determina
Acaba con sus mortales;
No le valen las cordiales
Ni los caldos de Gallina.
EL JARDÍN DE NUESTRO AMO
Entre el hospital de San Juan de Dios de Pisco, la Plazuelita de la Compañía y la casa de los Pando, don Claudio Fernández Prada había plantado un hermoso jardín, cuyas preciosísimas flores no se cortaban por ningún otro motivo si no fueran pedidas por el cura de la Iglesia matriz del pueblo.
Don Claudio, hombre rico, dueño de la extensa hacienda llamada “San Jacinto”, tuvo a bien dejar aquella área de terreno, cerca muy cerca a la Plaza de Armas porque en verdad de las verdades, no se cultivaba en el pueblo otro jardín que el suyo, y como tampoco de aquellas flores habíalo, en un duro y franco egoísmo se jactó dedicar todas las flores, que lo eran de perfume delicadísimo, fresco, casto y puro, para el señor que se denominaba patrón del pueblo y que el vulgo, como sucede siempre, que a son de sentimiento y a zaga de particular cariño llama de otro modo porque si, y a guisa de distinguirlo de los demás; así tenemos que lo llamaba “Nuestro Amo”, expresión más cerca del corazón, pronto a arraigarse en el alma de la gente que clama a lo desconocido pidiendo auxilio y socorro a favor de menos necesidades, menor dureza en la lucha por la vida, de lo que Dios sabe, apremia o castiga.
Azucenas blancas, eliotropos encarnados, magnolias hermosísimas, jazmines reales, margaritas albas de corazón rosa y pétalos amarillos, floripondios rellenos con néctar de prado y perfume de cielo; claveles potrosos con olor a bendición de bautismo; romeros floridos con fragancia a procesión, albahacas orientales, laureles blancos, rosados, alelíes, pensamientos, rosas blancas, otras de color a púrpura y todo allí tenía, en aquel jardín olor a sagrado, de aquí que hubo un nombre, para el jardín de don Claudio Fernández Prada, en Pisco, por supuesto tradicional. Ese nombre fue “El Jardín de Nuestro Amo”. Por allí existe algún miembro pariente de los devotos de entonces, que cuentan de la belleza que el jardín guardaba en la diversidad de sus flores y a lo que hay que agregar el cuidado y atención que su dueño dispensaba en él.
En aquellos tiempos, jamás se profanaba el altar del patrón del pueblo, San Clemente, con flores trabajadas por manos pecadoras, y con papel impuro, las flores no podrían ser otras que las naturales cortadas de “El Jardín de Nuestro Amo”, de propiedad del ricacho Claudio Fernández Prada; muerto el dueño del jardín, acabados los devotos, decaída la tiesta de San Clemente en Pisco, el jardín despareció; en su suelo más tarde cuando la zona urbana fue estrechando, se construyeron casas por el lado a la primera cuadra de San Juan de Dios, y quedó solo un campo despejado, donde a recuerdo remoto de algunos vejancones se dio una corrida de toros, donde sacó suerte José Valdéz, el notable torero, nacido en el Ingenio (Palpa) quien cosechó fama, después en Madrid y Lima. Más tarde en el último sitio que había quedado, se levantó el local de la Fábrica “El Pueblo” con la que ni rastro existió de lo que fue “El Jardín de Nuestro Amo” en Pisco.
LA CASA DE LOS PANDO
Solariega mansión construida de calicanto, con saguán, arcos de medio punto, columnas al estilo corintio, corredor de paredes y cornizas de altos relieves; molduras caprichosas de arabescos que tanta regalada ponderancia dio el arte arquitectónico de los españoles en la época del florecimiento imperial en tierras de américa, estas mil y unas más novedades tenía la casa de los Pando en Pisco.
Fueron los Pando ricos hacendados en el Valle y sus propiedades se extendieron en las conocidas heredades de Lanchas, Carrizal, Navarro, y Santa Cruz; de abolengo y linaje de rancia alcurnia de españoles orígenes muy limpios y honrados en la nobleza de España Monárquica. Por tiempo que nadie en el pueblo cuenta, levantaron su casa solariega en la Villa de Pisco. Saguán de amplísimas dimensiones, de puertas de rechinadores gonces, mojones de hierro sostenido, cadena de respetados linderos para la justicia y desde las mismas hacia el saguán, la vara justiciera del regidor jamás pudo seguir castigando a nombre del Rey, sin que, la justicia real no tuviera por derecho más reconocido que la casa de los Pando en Pisco, era de las solariegas y por tanto, lugar de los Pando en Pisco, era de las solariegas y por tanto, lugar de prerrogativas; el escudo de armas que los Pando habían puesto en el testero de la puerta del saguán, fue la mejor testificación de tan encumbrados señores de su poder para salvar al fugitivo de la justicia.
Solo así se entiende que por más de una vez, muchos vecinos encontraron la protección en la casa de los Pando, atravesando de ella los pilares de gruesas cadenas. En la Villa era la de únicos privilegios. Situada frente a la Iglesia de los Jesuitas, hacia mérito a la casa de los Pando, el templo de arquitectura caprichosa; es de suponer que tuvieron en cuenta que cerca de tan hermoso templo no podía construirse sino un palacio mansión, donde el nombre de nobleza tuviera por respaldo el palacio de Dios.
Pero lo tradicional en la Villa es que abandonada aquella casa, se fue derrollendo grano a grano y como prenda perdida de ella fueron extrayendo los cuartones de su techedumbre habiéndose antes extraído las puertas de envidiadas molduras, pero a quien se le ocurrió hacer el hurto condenable fue, a las autoridades, que por alguna necesidad de público acuerdo, de la Casa de los Pando se podría sacar todo, cuanto estaba sin dueño y sin amparo.
En la repartición de sus piezas y salones, un chino viejo formó su hogar, y a los últimos años de su vida, dio apacibilidad de señores y cuando el chino fue a dar a buena sepultura, la tradición cuenta que no solo el chino viejo allí vivió, sino que cuentas citas de “cupido” hubieron en la villa, en ese entonces, la mansión de los Pando cobijó, cuantas gallinas se perdieron, a ella fueron a dar las plumas, y cuantos, por noches de jaranas seguidas, también allí durmieron, esperando el rayar de la nueva aurora deseada.
El tiempo, la mano del hombre, fue trayendo, uno a uno sus ladrillos y sus paredes perdieron así la esbeltez de su altura, en el fondo de tan grata mansión el pozo de cal y canto quedó, porque el agua pura de su corazón cristalino las vecinas frecuentemente, le extrajeron sus preciadas primicias.
Ahora el recuerdo tradicional solamente va quedando de la casa de los Pando: montones de basura reemplazaron y, como solar sin cercar, la ley Municipal tuvo derecho en la propiedad de los Pando, y así pudo vender, obsequiar o darlo a censo, la ley urbana le reconoció derecho al Concejo Provincial de Pisco.
PENAS Y APARECIMIENTOS
No falta en nuestro pueblo la tradición de las penas y los aparecimientos. A quien que fuera: madrugador, veinticuatro donjuanesco, alguna de esa pícara aventura dejaba de contar que con la negra noche que volvía a la villa pisqueña, algo de esto le sucedió; perdiendo el sentido unos, habiendo tomado valor otros y muchos descubierto que tales penas y aparecimientos, no eran más que los mismos vivos o vivas esposas, que al pastear el marido salían en vestidura extraña y ademanes que por la respetuosidad con que se aparejaban, infundían el consabido temor como almas del otro mundo; confirmado la creencia, venían a visitar este terrenal paraíso de cuantos mortales y grandes pecadores suelen habitarlo.
Así cuenta la voz oral de las gentes que por “La Legua”, donde los chilcanos se alojaban para pasar la noche y al día siguiente, vender sus célebres ollas, pentos y demás enseres de barro cocido, en lo que hoy es la Plaza de Armas; más allá de los ranchos indigentes que formaban toda aquella barriada, todavía rodeada de chacras y monte, en el mismo lado del camino, habían crecido en cuerpo varias plantas de palmeras, macho, llamadas en la generalidad por no dar frutos, salía o se oían ruidos que escarapelaban el cuerpo más valiente de los transeúntes que solían pasar, después de medianoche, al sector de La Playa.
Algunos de ellos dejaron allí junto a la palma, la borrachera que traían, partiendo a carrera abierta hasta la ansiada puerta de su casa, en donde dejaban el sentido o perdieron el habla o solo podían contar lo sucedido a la vuelta de tres días que le había durado el susto de la aventura nocturna. De aquí que para opacar el temor se reunían tres o más de los que por fuerza debían irse a la Playa o venir al Pueblo a fin de cobrar valor, y que la pena, por ver muchos, no salía, no se presentaba a dar sorpresa de susto.
Otras de las penas era de San Francisco, una bola de candela que muchos le veían recorrer a la calle y perderse en la Plazuela de la Compañía, sin dejar rastro de su existencia, ni cenizas, ni hoyo donde podía haberse escondido. Algunos crearon valor y fueron muy cerca de la bola de candela y le arrojaron un costal, su saco, el poncho, por conocer la tradición que, el apercibimiento de la bola de fuego, eran señales seguras de algún enterramiento de plata y oro dejado por los antiguos; que el metal necesitando agua que tomar, buscaba donde saciar la sed, y por si acaso algún intruso procedía aflojarse obstáculo, parte de la plata de atrapaba y quedaba allí como si recién estuviera acabada de sacar de puño sellador de moneda; además, muchos se habían vuelto de un amanecer a la noche, días de si existencia. Pero caro desengaño de los que intencionaron hacer esto con la bola de candela de San Francisco; porque jamás dejaron de resistir el misterioso aliento extraño que causaba el paso de fuego rodante y el efecto iba hasta privarle el sentido, no volver a repetir el plato ni jamás quitársele de la inteligencia que de esa plata se había apoderado el diablo y la forma como podía adueñarse de tal, y tan gran botín de oro y plata, era haciendo pacto con el mismo diablo que de seguro exigía, a cambio, la preciada suerte de la perdición del alma que él cargaría gustoso. Según cláusula del pacto que creyera por conveniente en plazo de su acostumbrado proceder. Dábanle el legítimo origen de ser moneda sellada por el Rey de España, por la sencilla razón que no habiendo los jesuitas podido llevar consigo uno solo real, quizá lo habían enterrado en las inmediaciones del Templo de la Compañía; sus maldiciones sobre el enterramiento y el tiempo transcurrido desde entonces, había dejado margen a que el demonio se hubiese apoderado del entierro.
Cuentan aún, que si al recuerdo, no le traiciona el olvido, o la memoria no les es ingrata, cuando el carrosel tirado por mulas hacia su recorrido del Pueblo a la Playa, en los primeros días de su implantación, hubo un conductor que desde las dos de la madrugada se traía las dos mulas de pelaje albino, menos flacas que lánguidas, por el tanto trabajo que rendían en su ejecutar el tiro del “Cochecito” y en la pampita de Compañía les dejaba que se echasen a revolcar mientras él sentado con lugar seguro, alumbrándose con un farol que sostenía, cabeceaba, más las mulas como inteligentes seres, que aún no habían saciado el hambre, observaban el conductor de ellas, y corrían a introducirse a los cercos de la Gallera, por ser allí donde se alimentaban, más el conductor viéndose burlado emprendía tras las mulas a volver con ellas a la pampita y entonces, como para realizar esa faena no dejaba el farol, no faltaba alguno que desde lejos viera la luz y confirmando a la tradición, al parecer, íbase a su casa con el pecho hecho una armonía de palpitaciones; pues la oscuridad de la noche el moverse de la luz en dirección conocida de San Francisco a la Compañía no suponía que se trataba de conductor, lo era para dar por cierto y verídico lo que se contaba por los más viejos del lugar, cual era la plata de la Compañía en poder del Demonio.
LA BRUJA DE LA PLAYA
De ancestro iqueño, tierra donde Judas por más de una vez hizo alianza con humanos, era doña Juana Macao Juárez, que a buena memoria fue, y veamos la manera como pasó después de haber dejado un renglón de su vida clavada en la encefálica de los pobladores de la Playa.
Refinda en el arte de brujería, cada cual le guardaba el respeto que a estos seres se les da, ya que con su mal oficio convierten a los buenos en enfermos, a los caprichosos y soberbios en mansos corderos de sus antojos; fue hecho conocido que se encargaba por su poder de quitar la vida al más revivo y en un abrir y cerrar los ojos, consumar una cizaña cruel y dolorosa en un padre de familia o en una madre de numerosos hijos. Ya muchas hazañas tenía consumadas cuando otro brujo de los que dan la contra, preparó la trampa de su caída.
Era costumbre de convertirte en una cochina que al caminante que iba a San Andrés le salía al paso y echaba a seguirle hasta infundirle miedo; otras veces en un perro, que más ligero procuraba morder y al conseguir su intento, de solo la mordedura era sabido que el paciente moría. Así, pues en una de sus fechorías dio con el que la contra tenía en sus manos. Un puñal “curado” guardaba para ello, ya que le había curado con aceite del altar de la iglesia de la lámpara del sagrario, esperaba que saliera el perro o la cochina de movidas tetas, se cumplió aquello. Puso en combate desigual a la cochina, y como lograra herida se convirtió en un pájaro gris y con tal conversión pudo escapar, más como la herida martajara una de las costillas, vino a caer en el corral de la pulpería del chino, que en la esquina estaba; amaneció y al salir el asiático se encontró con una mujer en traje de Eva que por la cara y las conocidas facciones, le dijeron que era doña Juana; más con disculpas miles y en los trances que se encontraba, pidiole que no la divulgara ya antes bien le ayudase, avisando a su casa que le trajeran vestido para cubrir sus carnes desnudas. Compadeciendo el chino lo hizo y doña Juana fue llevada a su casa solo para morir.
Agregan, que habiendo expirado, su cuerpo no pareció, pues, dicen había sido llevado por el diablo, más para simular que se enterraba, se le hizo cajón y en él se introdujeron toda otra supechería menos el cuerpo de la bruja.
Se acabaron los maleficios en la Playa, nadie siguió muriendo de daño, fenecieron las creencias de bujería y solo rueda en boca de las gentes viejas este hecho de la bruja de La Playa.
6.- PERSONAJES COLOR DE ÉBANOS, FRACATA JUANA CAÑINGO, CACHARITO, LA NEGRA ELENA
En la tradición pisqueña se encierra, muy hondo de su alma de mestizos, el recuerdo de estos personajes populares, rezago de la esclavitud, que fue el negro, y que gracias a Castilla se vieron libertos; dejaron el galpón de las haciendas donde se cosecha de los sabrosos piscos se hacían con el sudor de sus carnes color de ébano, y las tierras para sementeras se araron y sembraron a su esfuerzo, el ingenio de azúcar de Caucato, el molino de Tovar, bajo el pulso de humanos casi bestializados, rindieron a la faena del día, el productor sacresanto con el que se enriquecieron muchos hacendados y se hicieron ricos los que jamás habían tenido dinero que acrecentar como fortuna. Viejos los morenos, libres pero pobres, vivieron de la limosna pública y habitaron en los despojos de las casas de las afuera de la Villa, con cariz de aldea. La gracia en lo ridículo de su modo de creen en este mundo, de pensar o en su hablar, cantar, bailar, públicamente conquistó adeptos que le mantuvieron, si no su vicio, un hábito de vida, a estos morenos.
Fracata, es uno de estos personajes de quien la tradición habla aún. Era este moreno un cargador de bultos en el mercado de abastos; serio y consabido, sobre sus musculosos brazos llevaba donde lo solicitaran la pesada fanegada de frijol y por ello, cuatro centavos conseguía tener y librar una faena equivalente a un plato de sopa o una taza de té, dos panes y trozo de fresco queso. Su nombre se popularizó con el tiempo que llevaba entre las placeras y su nombre tenía en los labios al trasladar del manso borrico al puesto de venta, sus mercaderías campestres.
También se prestaba, a cambio de centavos, expender el día Domingo y día de fiesta los tamales que pregonaba así:
¡Ta a a males! ¡A medio no más, a veinte centavos uno! ¡Y dos cuarenta a dos cuartos! ¡Comer y divertirse con el trozo de chancho sebadito que contiene el tamal que yo vendo!
¡Ta a a males!
Fracata siguió el ritmo de su tiempo, en que encargar a un moreno, era designar confianza en él y por poco de su servicio, unos cuantos centavos pagarle.
Lo mismo que este moreno, Juana Cañingo, otro personaje que era una libreta de la hacienda de Caucato overa o bosal que se emborrachaba a diario y célebre se hizo porque después de pedir limosna maldecía a quienes se la daban.
Se emborrachaba con el “Arroz con Pato”, licor compuesto de vino y ron; fumaba el cigarro con la candela dentro de la boca, por ser costumbre impuesta a los esclavos del ingenio de Caucato; ya que en los cañaverales se corría riesgo que prendieran al dejarse libre una sola chispa del tisón; Juana Cañingo cuando estaba hasta el “cien” empezaba ¡Marditos sean los brancos que me dan los centavos con los cuales compro este sabroso y delicioso “aró con pato”! Y su insuperable amiga la “Cacharito” bailaba festejando el decir de Juana Cañingo.
Mamita que si es rico
Aro conpato
No vuelva derci
Vamo hombre
Todavía un cuato.
Y con la pollera agarrada cantaba y se acompañaba con vueltas a todo zapatear:
Vamo Ña Cañingo
Y deje de mardecir
Ahora está conmigo.
Y adrentro que vuervo
A decir, a decir
Yo soy la Cacharito
La Cacharito! Y agárrame
Que me vohacer!!
Estremecíase sobre las piernas dando movimiento a las caderas haciendo con ello lo que llamaban “cintureo”.
Y cuando la prima de la Cacharito, que era la Negra Elena formaba el terceto, borrachas las tres, cada una de sus peculiaridades, se ponían como hacer número de una tragicomedia, el público gozaba de ellas y ellas cosechaban más centavos.
Una con sus maldiciones, la Cacharito cantando y bailando, y la Negra Elena buscando por el suelo un ojo que tenía de menor porque fue tuerta; era de ver el cuadro que pintaban y la chacota que se gastaban los que presenciaban a las tres morenas viejas borrachitas, llevándose de un lado para otro, a fin de cumplir con el capricho de una de las tres.
Una a una de estas morenas fueron muriendo, dejando tras de sí el recuerdo tradicional de su vida pública en la villa, pero la tradición jamás olvida su paso por esta tierra preñada de sinsabores mundanos.
DOÑA MARIANA CUCUSITO
De paciencia acrisolada, como un San Francisco Ceráfico de Asís o Juan Martín de Porras, el santo de color, que hizo comer en un mismo plato: al gato, al pericote y al perro, hubo en Pisco una figura de sentido humanitario práctico que crió un negrísimo gallinazo de aquellos denominados machula, por ostentar roja cabeza, de muy feo caracteres y de olor nauseabundo. Y aquella figura aludida ya, se llamaba Mariana y apellidaba Pastrana, que cuando recién en el sitio de la Concordia se reedificaba la Villa cefendió con su sapiencia y aconsejó al cura Bartolomé Sánchez Bahamonde, que apelara a tiempo y en la sentencia del juicio, obtuviera del Virrey la mejor parte; desde entonces el Licenciado Pastrana tuvo amplio derecho en la Concordia para denuncir tierras firmes y también flotantes; con estos privilegios sus denuncios se aumentaban conforme los miembros de familia del Licenciado fueron acrecentándose y llenando sus requisitos y usando de sus legítimos derechos, habiendo tomado a ojo de buen cubero la tierra del sur de la Concordia, sobre el desierto plano y sin obstáculo, se extendía día a día, formando un cuadrilátero que daba por un lado a Oeste; hizo válido sus denuncias en el mar y fueron sus límites a la Isla de Ovillo, nombre vulgar de una de las tantas tierras flotantes del litoral de la Villa pisqueña, sobre estos derechos los Pastrana han seguido juicios enrevesados por el Licenciado y otros de la familia aprendieron la antimaña de litigantes y los mil vericuetos que el leguyero inventa acertando muchas veces a que los mismos graduados, doctores de leyes no pudieron desenredar con las aprendidas doctrinas de derecho académico y se daban por vencido. Los Pastrana cobraron fama de litigantes, que jamás un juicio perdieron. Pues como dije de esta rama de leguyeros era doña Mariana Pastrana, “La Cucusito” como era el apodo con el cual solían llamarle, y no viniendo el segundo nombre sino de la crianza del gallinazo que tenía. Tan bien criado estaba el animal, que de techo en techo del barrio de San Francisco seguía a su criandera, cuando a la Plaza del mercado se iba, porque allá conseguía su consuetudinaria ración de carne de res.
Al llamado de doña Marianita que era este ¡cu-cusi-to! ¡cucusito! ¡cucusito! El gallinazo bajaba, y de allí le vino el célebre apodo a doña Mariana Pastrana.
El gallinazo se venía a su lado y atragantándose se pasaba la media libra de carne y emprendía con su dueño camino de regreso a la barriada populosa de San Francisco.
El gallinazo acompañó a su dueño por muchos años, pero con el tiempo doña Mariana Pastrana finiquitó sus días en esta tierra de los humanos y a buena memoria también el gallinazo, cuya tradición aquí dejamos contada.
NICASIO PICHUELA
Es este uno de los personajes que las publicaciones hechas recientemente en el diario “Independencia” el anónimo articulista ha cambiado de nombre poniéndole Manuel Pedemonte y a cuya memoria por sus rasgos resaltantes en la guerra con Chile merecidos se puso una placa conmemorativa en la primera esquina del jirón Comercio. Es claro que si no hubiera hijos de este pueblo que hicieran su labor honrada por dejar claros los hechos en la historia y en la tradición, cualquiera podría tergiversar en forma completamente falsa. Ha sido labor de los audaces e inescrupulosos, los que la Historia Nacional han echado por tierra, pro es preciso aclarar y decir la verdad.
Nicasio Pichuela es un moreno sirviente de don Manongo Conde, que no hay que confundirlo como esclavo, había terminado la esclavitud en el Perú desde el año mil ochocientos cincuenta y cuatro; de aquí que en su calidad de sirviente se daba tiempo para servir como músico en la banda del pueblo y hacerse cargo del instrumento de persecución, el redoblante instrumento con el cual hacía maravillas prodigiosas.
Se cuenta que cuando se acercaban a verlo el ágil moreno ponía en juego uno solo de los palillos, con el otro, seguía tocando sin perder el compás de la música, la admiración que se le guardaba era meritoria, ya que su habilidad pasaba a los límites del arte.
Pero su recuerdo más imperecedero se hizo durante la ocupación chilena, esto es en 1880. Habiendo sabido el general encargado de las fuerzas enemigas, que Nicasio Pichuela era uno de los mejores músicos de instrumentos de percusión, lo llamó al cuartel e hizo que demostrara su habilidad, Pichuela, no tuvo inconveniente y al ver el jefe chileno su dominio de la música al exceso de un verdadero arte, lo incorporó a la banda del ejército chileno, Nicasio aceptó, pero cuando menos pensaron se escapó de la filas yendo a refugiarse entre los peruanos que, escaparon de los chilenos al interior del territorio, su persecución fue impartida y la orden dada era que se le tomara preso y trajera ante el jefe chileno.
Nicasio tuvo la mala suerte de ser capturado y al exigirle que nuevamente se reincorporara, prefirió cortarse los dedos en un gesto de verdadero peruano, decidido patriota, ello motivó que se votara de las filas chilenas, por ser peligroso en ellas.
Mucho tiempo después, que los chilenos desocuparon el pueblo, el moreno Nicasio Pichuela, contaba su aventura tal y conforme le costó perder sus dedos; pulga índice y cordial.
Esta es la verdad que se confundió con Manuel Pedemonte que si bien cierto era mutuo, lo era por haber sufrido un accidente verificado en el trabajo que realizaba en una de nuestras haciendas.
Apuntemos que quien primero escribió sobre Nicasio Pichuela es uno de los periódicos de la provincia, fue el pisqueño Francisco H. Nestarez conocido escritor de gran realce y ponderado por su fecunda labor en pro de las letras nacionales, y fue el quien en vez de decir Nicasio Pichuela dijo ser Pedemonte.
Parece que el incentivo fue buscar un héroe pisqueño para colocar una placa, ya que ignoraban la historia local.
DOÑA ROSA ELVIRA DE LA TORRE
Hubo en Pisco un ponderado militar de galones obtenidos con la causa de la Independencia, quien acompañándole la suerte, se hizo grande en dinero por las propiedades que en poco tiempo consiguió en las nupcias contraídas. Era pues, don Mariano de la Torre, este militar que le pusieron por sobrenombre MALA SOMBRA.
Le venía apelo tal segundo nominativo porque habiéndose casado primero con doña Nieves Bernales, dueña de la Hacienda San José de Bernales, se murió y vino a su poder la no insignificante heredad; en segundas nupcias se casó con una de las Robles, hijo de don José Robles, dueño de la Hacienda Monte Sierpe, pero también murió la Robles, en terceras nupcias don Mariano de la Torre se comprometió con una de las Tenorio, dueña de El Palmar y Vaybajo, de sus tres esposas consiguió tener tres hijos, de los que murieron dos de ellos. Las tres haciendas quedaron en poder de don Mariano de la Torre, quien al morir dejó su crecida fortuna a la heredera universal, doña Rosa Elvira de la Torre. Cuenta la tradición de esta dama al verse tan rica y con el dinero poder conseguir cuantos caprichos se le antojaban, que para trasladarse de su hacienda a la población, lo efectuaba en una litera que hacía conducir por pajes; la litera con adornos pendientes, de chafalonía dorada, bordones y encajes; y así era tal sus antojos al extremo que en la huerta de la hacienda se mandaba extender alfombras para andar sobre ellas luciendo vestidura de finísimos adornos gala de la elegancia de aquellos tiempos en que, quien dinero manejaba suficiente podía encargar su vestidura de España y Francia.
La casa hacienda de Bernales, por su tiempo, fue cuando más boato de lujo se gastó en sus paredes y pilastras de coloniales aspectos; no habiendo tenido descendiente doña Rosa Elvira y dejando las haciendas arrendadas a personas que pagaron a precio modesto, según la producción de sus viñedos, se trasladó a Lima donde relacionada y bien vista en el círculo de las damas de la sociedad, gastando con lo apremiante del tiempo y encontrándose en mayores aprietos, fue vendiendo una a una de las haciendas decaídas por la crisis que asolaron la comodidad y la manera de vivir de antes.
De esta manera pasaron las haciendas al poder de distintos propietarios, después que estuvieron bajo un mismo dueño que fue doña Rosa Elvira de la Torre.
DON ANTONIO GALLEGOS
Era don Antonio Gallegos, el práctico del Hospital de San Juan de Dios de Pisco, español, al decir de unos, Andaluz y otros de Galicia, pero de una u otra provincia el precedente sentado entre los que le conocieron; fue que se le consideraba por el especial carácter de conversador, y por tener el vicio, y más bien hábito de su raza, al darse de aficionado a juego de la “Timbitimba”; entretenimiento de la época y motivo para apostar peso a peso, hasta perder más de cien, en una noche entre acalorados y entusiastas jugadores como se dice que formaba el ruedo diario donde Fernando Sasieta y el Doctor Bartolomé Bernales.
La fama de don Antonio Gallegos en Pisco, no quedó allí, sino rayó en un personaje del pueblo, siendo con el tiempo en San Juan de Dios, como el padre que veía a sus hijos, los enfermos; se cuenta así, que no pudiendo la Beneficencia atender a los gastos de alimentación; todos los días don Antonio, con el Santo en un brazo y la canasta en el otro, recorría la plaza del Mercado juntando para los enfermos el sustento por limosna de los caritativos.
Habiéndose ya hecho popular por el gesto don Antonio Gallegos, al Hospital se le denominó “Hospital de Gallegos” y muchos años bajo su única vigilancia el establecimiento se mantuvo en orden y atendidos los enfermos indigentes por la mano y corazón de Gallegos que comprometido, con una hija del lugar acrecentó su prole, pero ninguno heredó ese carácter ni la afición al juego como don Antonio. Más tarde cuando murió, la Beneficencia consideró a sus hijos y encaminarlos a los servicios del Hospital, fueron los preferidos para que allí se obtuvieran los medios de ganarse la vida. Pero guardarse entre los viejos el recuerdo de don Antonio Gallegos, como fiel memoria de él estampada en la caridad y su amor por los enfermos.
SIMÓN BOLÍVAR EN PISCO
El doctor Luis Alayza Paz Soldán en su libro “El País”, ha reunido indistintamente de las provincias peruanas interesantes relatos que en cada pueblo se convierten en magnífica tradición; él los ha publicado bajo el romántico epígrafe “El Paso de Los Libertadores”, significando que el Título se aviene a la efectiva travesía que hizo don Simón Bolívar, el genio de la causa libertadora, quien por doquier que estuvo; dejó una estela luminosa para un trozo literario en la vida del pueblo al que él infundió sus ambiciones y con el que compartió sus glorias. Alayza Paz Soldán, si muy poco tiene apuntado sobre el paso de Bolívar por esta tierra célebre de los Piscos, les han dado por llamarnos pisquenses, por evadir el gentilicio con más sonido armónico, tal es el denominativo pisqueño; digo, agregamos a lo ya apuntado por el autor referido, cuya florida expresión de su estilo reanima de esos días de admiración, el pasado latente para el historiador y tradicionista de cada sector del Perú, de este Perú que en sus tres regiones abundan los hechos muy dignos de formar con ellos la historia de cada pueblo, y esto si cooperamos por laborar conjuntamente, antes de combatirnos unos a otros por hacer prevalecer el capricho que degenera en vileza crasa y perjudicante. No desecharé pues lo que apunta el literato de mayor abolengo que el que suscribe, sino que confirmaré y a esa confirmación un grano de arena engrandecerá al conjunto de las letras peruanas tan poco conocidas en cuanto se refiere a Pisco, fuera del “Caballero Carmelo” del literato iqueño Abraham Valdelomar, que es la antorcha que alumbra las postrimerías de ochocientos e insurge en la primera década de novecientos; no existe ni un solo portavoz más, pero la tradición no escrita está fresca en los labios de los viejos y hay que arrancársela, en las conversaciones, para dejar enterada de ellas a quienes se preocupen por saber de Pisco, y hay que escribir y publicar porque es la mejor forma de servir a la posterioridad.
(47). Cuando Bolívar en su viaje a Ica, cuentan a quienes le contaron a su vez, llegó a la Villa de Pisco por la calle de “El Teatro Viejo”, era esta calle de las principales y de las que daban hacia el Norte, de donde venía el Libertador en viaje por tierra, y siendo el principal acceso a la población, no quiso, la comitiva que le adelantaba, que se sirviera de la calle San Juan de Dios; otras de las calles también que iban a dar a la Plaza de Armas; pues vivía en la de “El Teatro Viejo” doña Encarnación Martínez, gran partidaria de la Independencia que en el tiempo de Quimper, General español que defendía la Villa antes que San Martín desembarcara sus tropas habiéndose levantado la joven Encarnación Martínez como insurrecta a favor de la libertad, sufrió el duro castigo de ser cabalgada en una mula haciéndose llevar a la Sierra; lo que prefirió, antes de apagar su fe por la justa causa de la Patria. Fue motivo principal que la entrada de Bolívar se realizara por la calle de “El Teatro Viejo” doña Encarnación, había preparado, frente e a su casa y a todo el ancho de la calle, un arco triunfal, adornado de laurel y palma; símbolos de verdadero patriotismo; un grupo de amigos y relacionados de la patriota Martínez, dieron la primera salva de aplauso al Libertador, quien montado sobre un brioso caballo llevando el sombrero en la mano y la cabeza amarrada con un blanco pañuelo de seda, en venias consecutivas, correspondía cordialmente a los saludos y al verdadero júbilo que se ponía de manifiesto por los continuos vítores que se dejaban oír.
El Libertador con su comitiva hizo la entrada triunfal a las cuatro de la tarde en la Villa de Pisco, las campanas de las Iglesias aclamaron atronadoramente y sus sonidos de bronce, comunicaba mayor ardiente entusiasmo con la hermosísima campana cuyas dimensiones eran colosalmente gigantes y que en una de las torres de la Matriz, San Clemente, se sostenía con fuerte cadena de seguros eslabones. Cesadas las demostraciones de bienvenida, alójose el Libertador en la casa que hoy se emplea como subprefectura y cuartel, en los salones de la residencia bolivariana, tan cerca de la Plaza de Armas, se organizó el baile a honor de ilustre huésped, asistiendo las notables personas de timbres de primera sociedad. Más como en cada paso que el héroe dio, encontró admiradoras, en Pisco también la tuvo y esta fue una flor primaveral del jardín pisqueño, Martina Heredia y que don Simón, se dice – Llamó Martinita – refinando a su gracia femenina, el nombre que le parecía no tener armonía.
Visitó el héroe el chaqué de fiesta que agalardaba su figura de profundos ojos escondidos en las arcadas orbitarias de su cráneo abultado y despejado en el frontal y fue el primero que al romper sus acordes la banda de músicos, en un candencioso vals, ofreció su brazo a su Martinita que luciendo el peniado a la francesa, traje de ruedo florido y escote diseñado en razo blanco adornado con el bicolor de la libertad en una diminuta escarapela; finas sus facciones como toda criolla colosal de las que nos cuentan se enamoraron de Bolívar; Martina Heredia se convirtió desde el primer vals, en la favorecida de Bolívar, pero como toda criolla jugó con el corazón de genio, Bolívar preparó el desquite, un poco duro si decimos que cuando siguió su marcha a la ciudad de Ica, resentido en su propio egoísmo y poderío, determinó su viaje antes de las doce del día, adviertiendo que los notables de la Villa le daban un almuerzo de despedida, debían asistir a él, la admiradora, y otras beldades, las que le harían, con su belleza y donosura olvidar las preocupaciones y, llevara gratas impresiones de los habitantes de Pisco, don Simón Bolívar, pero servida la mesa, ya en el salón de recibo los generales reunidos con los invitados que asistían al almuerzo, el libertador en su habitación privada, devió decidirse partir, pues que de allí salió y llamando la ordenanza, le trajeran su caballo cabalgó y dio orden para marchar. El corneta anunció la partida cuando el sonido del instrumento resonó en el cuartel, apenas si los generales tuvieron tiempo para despedirse de los invitados que sorprendidos vieron a través de las ventanas, que efectivamente don Simón Bolívar iba ya por el espacio amplio que presentaba en ese entonces la plaza de armas del pueblo, pues quedaba la mesa servida y los discursos hechos diciendo vaticinos de gloria para el libertador en el futuro de la vida de la patria.
Martina Heredia tuvo la culpa de este resentimiento, de la indiferencia con que había tratado a los pisqueños don Simón Bolívar y emprendiendo viaje a la vecina provincia de Ica,sin dar el brindis de despedida.
En 1880, siendo inspector de ornato don Samuel Pérez en memoria de la entrada de Bolívar a Pisco a la calle del Teatro Viejo, le puso Simón Bolívar; pero en 1928, tal vez abrumado el acontecimiento que se recomendaba le denominaron a esta calle de la ciudad, calle Progreso y hoy Jirón Progreso.
Esto quizás ha contribuido a olvidarse de la discordia que en desquite de la poca suerte que en el amor tuvo el gentil venezolano, para quien fuera su admirada Martinita Heredia, la diera esta segunda manera de despedirse, entendiéndose que una se paga con otra.
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(47) El Dr. Heráclides Pérez refirió al autor esta tradición del General Bolívar en Pisco.
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